Caminado hasta la cabaña de Todnauberg en la hermosa paz de
la tarde estival. Intentado explicar a mis acompañantes-y a mí mismo- la “intención”
de su morador y uno de sus resultados. Recordado sin deliberación a Varlam Shalamov (“He sabido que el mundo no se ha de dividir entre buenos y malos, sino
entre cobardes y no cobardes”) y también a Paul Celan (vinculado al lugar
por el poema de su visita), Jean Amery y Primo Levi, unidos por el destino de
los campos y, salvo Shalamov, del suicidio.
Reconfortado por la indisolubilidad de la unión y la compañía
que perduran para siempre y a las que se
refiere Herman Broch en el texto reproducido a continuación:
“Que tus ojos
descansen siempre en mí. Estas habían sido las últimas palabras de Octaviano,
así o parecidas habían sonado, así seguían sonando todavía, habían quedado
aquí, presentes todavía en la estancia, flotando todavía en ella, imperecederas
en su unión con el que había desaparecido, imperecederas de pura plenitud de
sentido. Imperecedera era la unión pero
Octaviano se había ido…¿Por qué?...¿por qué se había ido?..., ¿por qué se había
ido Plocia? Ay, se habían ido como tantos otros, desapareciendo en sus propios
destinos, desapareciendo en sus ocupaciones, en su envejecimiento, en sus
crecientes cansancios, en su encanecer y en sus senilidades, desapareciendo en
un palidecer del que no llega ya ninguna voz, y a pesar de ello habían quedado
los puentes invisibles, que, antaño y sin embargo como para siempre, habían
llevado a ellos, habían quedado las invisibles cadenas que una vez, y sin embargo
como para siempre, le habían vinculado a ellos, los puentes invisibles de
laurel, los invisibles encadenamientos de plata; había quedado la
indisolubilidad de la unión, construida y forjada para siempre, uniendo y
alcanzando más allá…¿Hasta dónde?, ¿a una invisible nada? No, lo invisible que
le aguardaba allí, en la otra orilla, no era una nada, no, a pesar de su invisibilidad
era un ser real, era como siempre Octaviano, era como siempre Plocia, sólo que
ellos, y era muy extraño, habían borrado sin dejar rastro su nombre y su figura
física. Oh, profundamente, muy profundamente en nosotros, inalcanzable a
nuestra decadencia corporal, intacto por la pérdida de nuestros sentido,
protegido de cualquier alteración, protegido en regiones ignotas de nuestro yo,
de nuestro corazón, de nuestra alma, está el conocimiento, inescrutable para sí
mismo, inevocable, inhallable, irreconocible, y busca el conocimiento simétrico
en alma ajena, en corazón ajeno, en ajena profundidad de lo invisible, busca su
propio reflejo en el ajeno conocimiento que es lo simétrico, allí trata de
invocarlo, para que se le torne visible, constante por toda la eternidad,
eterno el puente, eterna la tendida cadena, eterno el encuentro, a través de
todas las mutaciones, pues solamente en el encuentro reposa la plenitud de
sentido de la palabra, el cumplimiento del sentido del mundo, conocimiento
conocido en el eco: visible a pesar de los párpados cerrados, visible en su
plenitud de sentido se hallaba fuera lo inmenso, lejano, dorado como un soplo,
dorado como vino en el resplandor inmóvilmente tembloroso del asoleado mediodía
sobre los techos rojizos de la ciudad, con sus franjas negras, sucios y
ruinosos; visible era e invisible al mismo tiempo, un espejo, esperando
reflejo, esperando hacia la palabra que se cierne, hacia el conocimiento, que,
si bien aún por revelar, estaba ya en la habitación, anunciando el futuro,
facilidad que no será perjurio, participación que radicará en el verdadero
saber, belleza que puede volver a vivir en la ley, en la ley del dios
desconocido, defensor del juramento; y luego, sí, luego se desprendieron del
alféizar algunas palomas con un aleteo inflado, presuntuoso y volaron altas,
centelleando sus plumas en la luz azul del sol, hundiéndose allá arriba en la
inmensa canícula febril de la hora; así se hundieron elevándose en el círculo
de la mirada y hundiéndose desaparecieron ante ella. “¡Oh, que tus ojos
descansen siempre en mí!”
(Herman Broch, La muerte de Virgilio (Der Tod des Vergil. 1958 by Rhein Verlag A.G., ZURICH). Alianza
Editorial, S.A. 1998. Versión de J. M. Ripalda sobre traducción de A. Gegrori,
páginas 550-552).
(“El autor huyó de
Alemania en 1938 completamente sin recursos. Durante su permanencia en
Inglaterra, le fue facilitada la continuación de su trabajo en La Muerte de Virgilio por la
asistencia recibida del P.E.N. Club de Londres; lo mismo ocurrió después de su
llegada a América, por la ayuda de la “Fundación Americana para la Libertad Cultural
Alemana” de Nueva Cork, así como del “Trust Oberlaender” de Filadelfia; la
terminación real de la obra se realizó gracias a una beca de la “John Simon Guggenheim Memorial
Foundation”.
Así como el ayer y los tiempos históricos son
pasado, así como el trabajo de hoy está presente, así también algunas
perspectivas del alejamiento y semiexperiencia de la vida en la naturaleza son,
en el tiempo, un verdadero futuro, o mejor están fuera de su discurrir,
peremnes, juveniles, divinas, en el viento y la lluvia que nunca mueren.
HDT
(Concord River, en la obra “A week on the Concord and Merrimack Rivers”.Traducción Guillermo Ruiz)
(Aquí el 20 de junio de 2006)
Cualquier paisaje sería glorioso para mí, si tuviera la certeza de que su cielo fue el arco de un solo héroe
HDT
(Diario 26 de septiembre de 1851)
Localizado después en la red el trabajo de Antonio Lastra (Traductor de Walden al castellano):
Todavía no leído
Concord river, great memories.
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